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Telón

El 3 de enero, el primer ministro Jean Pierre Raffa-rin no puede comer en París. Viste catiuscas y anda por Cap Ferret. Y es que los restos disgregados de la gran mancha han alcanzado Francia tras restregar su cola un rastro fétido por la Costa da Morte y las playas de Ferrolterra, Asturias, Cantabria y el País Vasco.





El viento del sur y las corrientes dominantes han dado una tregua a las Rías Baixas, aunque capas de un metro de fuel sepultan los playones bravos de Carnota. Los voluntarios no olvidan Galicia: ocho mil apuran el Fin de Año aquí, con un menú de gambones a la plancha, puré de verdura, salmón, turrón y pituitarias despistadas por el fuel. El Prestige sigue perdiendo carga (aunque ahora, a decir de los técnicos, ha pasado de 125 a 80 toneladas al día).
El Parlamento de Galicia se ve incapaz de armar una Comisión de Investigación a fondo sobre el naufragio, porque el Gobierno central impide la presencia de sus testigos y le niega su documentación. El debate político se intenta desvíar a la plataforma Nunca Máis. El Gobierno y sus medios de comunicación afines la acusan de aprovecharse monetariamente de la ola solidaria y de ser una pantalla del Bloque.
Sin que se repare demasiado en ellos, los piratas que estaban tras el Prestige van camuflando su rastro. A efectos de reclamaciones, el único responsable nítido es el capitán Mangouras, pirata ecológico para unos, chivo expiatorio para otros. Crown Resources, la empresa propietaria de la carga (filial del conglomerado ruso
Alfa Group), cambia de nombre y de sede social para escabullirse. La dueña del barco es Mare Shipping Inc. y está registrada en Liberia, aunque se da por hecho su vinculación al trust de la familia griega Coulouthros (implicada en el Mar Egeo en 1992). Universe Maritime, que gestionaba el barco desde abril del 2001, echa también balones fuera desde Grecia.
Galicia inicia el 2003 con sensaciones contradictorias. Lo peor parece haber pasado, pero el fuel sigue llegando a paladas. El pecio se perfila como una bomba permanente desde el lecho oceánico. Galicia necesita 10.000 millones de euros para enganchar
el tren de la historia, pero las grandes inversiones aún son sólo barruntos y buenas palabras. Galicia vivió los primeros días de diciembre una de las semanas
más emocionantes y desesperanzadoras de su historia. Lo primero por la aparición de miles de héroes anónimos que, con su esfuerzo y tesón, salvaron las Rías Baixas de un oscuro e incierto futuro provocado por la marea negra del Prestige. Lo segundo porque durante esas jornadas desapareció el Estado para dar paso a un gobierno distinto: el del pueblo. Los marineros de Muros, Arousa, Pontevedra y Vigo se quedaron solos en su lucha contra las manchas de fuel. Pero se organizaron, apretaron los dientes y se
comieron el chapapote como si en ello les fuese la vida.
Aquel combate dio la vuelta al mundo y hoy, con el paso del tiempo, ha cobrado un valor incalculable. Fue una victoria épica, que salvó a 30.000 familias del ostracismo más absoluto.
Todo comenzó el 2 de diciembre este día, cuatro barcos mejilloneros de Aguiño trabajaron durante horas limpiando manchas de fuel frente a la isla de Sálvora. Aquellos vertidos no eran más que la avanzadilla de un gran frente que se situaba en ese momento entre Corrubedo y Touriñán y que se desplazaba con celeridad hacia el sur. La noticia sorprendió en los puertos de Arousa, toda vez que desde la Consellería de Pesca les habían asegurado que la marea negra no entraría en las Rías Baixas. El Instituto Hidrográfico portugués confirmó lo inevitable y, en ese momento, se puso en marcha una maquinaria que, a la postre, sería determinante.
Paradójicamente, las cofradías habían presentado días antes a la Administración un plan para combatir el fuel con embarcaciones de bateeiros y lanchas. La propuesta fue desestimada e incluso descalificada porque se consideraba poco eficaz. Pero los medios anticontaminación dispuestos por el Gobierno en la ría de Arousa eran escasos e insuficientes, por lo que mejilloneros, mariscadores y pescadores tomaron la decisión de hacer la guerra por su cuenta. Una guerra que aquel mismo día ya se disputaba en mar y tierra. En el agua, los barcos bateeiros, en tierra, el resto del sector, preparando planeadoras para salir al día siguiente a luchar contra las manchas e ingeniando utensilios para combatirlas como las espumaderas gigantes, que se fabricaron por decenas en un taller de Cabo de Cruz.
El día 3 diciembre la falta de medios se hizo sangrante. En el muelle de Aguiño, en Ribeira, medio centenar de embarcaciones de mejilloneros estuvieron atracadas durante cinco horas con contenedores llenos de chapapote a bordo. No había recipientes para descargar el veneno del Prestige y regresar al mar. «Non nos van deixar salvar o noso», sollozaba José Juan, un bateeiro de A Illa. Fue entonces cuando se vivieron los momentos de mayor tensión. En las cubiertas de los barcos se podía ver a gente llorando. Lloraban por lo suyo. Desesperados. Sin embargo, y a pesar de las carencias, el dispositivo organizado por mejilloneros y mariscadores estaba funcionando y la noticia se extendió como una plaga por toda la ría. Los barcos de los bateeiros con las plumas (palas gigantes) y las lanchas con todo aquello que sirviera para recoger fuel (espumaderas, trueles, capachos, hasta sus propias manos) habían hecho más en unas horas sobre las manchas que los barcos anticontaminación en varios días.
Las escenas que se vivieron en la bocana de la ría de Arousa fueron dantescas. La falta de aperos para recuperar el fuel convirtió las manos de los marineros en utensilios claves de la recogida. Muchos marineros acabaron intoxicados por la falta de mascarillas y fueron desembarcados por el aire en puertos como A Illa, O Grove o Aguiño para que las lanchas pudiesen regresar con rapidez al mar.

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